Nunca fue buena para las fechas señaladas. Ni cumpleaños, ni método ogino, ni santos, ni descuento en el árbol, pero hay números que no se olvidan.
Perdió a su madre el día en que nació su tercera hija, que fue el mismo en el que el Atlético de Madrid ganaba con esfuerzo su séptima Copa del Rey. Aquel sábado en el que la perra, de la perra, de la vecina se quedaba preñada y los pimientos subían diez pesetas. Exactamente el mismo en que su marido decidió irse con su amante cubana, diez años más joven que él. Pero lo peor, con mucha diferencia, de ese veintinueve de junio fue la decisión del abuelo de la criatura, que con toda la buena fe que cabe en las arrugas de un hombre de setenta años, decidió llamar a la pequeña como su difunta esposa. Catalina. Y fue lo peor porque ella no soportaba a su madre. Y fue lo peor porque después de los dolores del parto y aún con la frente empapada en sudor, el cordón umbilical sin cortar y la explosión hormonal de oxitocina, ya había olvidado lo que era estar casada. Y es que no le importaba demasiado dejar de lavarle los calzoncillos a quien había convertido su abdomen en un campo de estrías y su vida en un aburrido programa de ordenador que ignora el significado de la palabra movimiento aleatorio.
También es verdad que aquello de la reencarnación le sonaba parecido a las letras rojas del panfleto que estaba debajo del teléfono, y que decían no se qué de arroz tres delicias con gambas.
El segundo día que nunca olvidará fue aquel en el que entendió todo. Entendió por qué Catalina no dormía la siesta como los bebes normales y lloraba cuando quitaban la telenovela de la dos. Entendió por qué no se iba a la cuna sin mojar antes el chupete en chinchón el día que intentó hacer las croquetas de su madre. Aquel día, Catalina, sentada en la trona con un babero rosa muy grande colgado del cuello, agarró una croqueta y se la metió en la boca. Cuando tragó el trocito que había mordido, bebió agua y dijo mirando a su madre: “Mira que te lo dije, que no te casaras con ese desgraciado, que no hay nada como el jabón de lagarto y que la bechamel hay que removerla todo el rato. Anda, llévame al sofá que va a empezar la novela”
Perdió a su madre el día en que nació su tercera hija, que fue el mismo en el que el Atlético de Madrid ganaba con esfuerzo su séptima Copa del Rey. Aquel sábado en el que la perra, de la perra, de la vecina se quedaba preñada y los pimientos subían diez pesetas. Exactamente el mismo en que su marido decidió irse con su amante cubana, diez años más joven que él. Pero lo peor, con mucha diferencia, de ese veintinueve de junio fue la decisión del abuelo de la criatura, que con toda la buena fe que cabe en las arrugas de un hombre de setenta años, decidió llamar a la pequeña como su difunta esposa. Catalina. Y fue lo peor porque ella no soportaba a su madre. Y fue lo peor porque después de los dolores del parto y aún con la frente empapada en sudor, el cordón umbilical sin cortar y la explosión hormonal de oxitocina, ya había olvidado lo que era estar casada. Y es que no le importaba demasiado dejar de lavarle los calzoncillos a quien había convertido su abdomen en un campo de estrías y su vida en un aburrido programa de ordenador que ignora el significado de la palabra movimiento aleatorio.
También es verdad que aquello de la reencarnación le sonaba parecido a las letras rojas del panfleto que estaba debajo del teléfono, y que decían no se qué de arroz tres delicias con gambas.
El segundo día que nunca olvidará fue aquel en el que entendió todo. Entendió por qué Catalina no dormía la siesta como los bebes normales y lloraba cuando quitaban la telenovela de la dos. Entendió por qué no se iba a la cuna sin mojar antes el chupete en chinchón el día que intentó hacer las croquetas de su madre. Aquel día, Catalina, sentada en la trona con un babero rosa muy grande colgado del cuello, agarró una croqueta y se la metió en la boca. Cuando tragó el trocito que había mordido, bebió agua y dijo mirando a su madre: “Mira que te lo dije, que no te casaras con ese desgraciado, que no hay nada como el jabón de lagarto y que la bechamel hay que removerla todo el rato. Anda, llévame al sofá que va a empezar la novela”