La unidad coronaria está en el ala oeste. Hay que atravesar un pasillo muy largo en el que cada paso te aleja un poco más del mundo interno y sonoro de las sillas de ruedas, los plásticos de los caramelos de las visitas y las agujas que caen al suelo. Sólo ciertos animales desérticos son capaces de apreciar todos los matices cilíndricos, metálicos y diminutos de esos monstruos huecos que hacen llorar a los niños. El suelo no está acolchado, pero lo parece. Porque a medida que vas avanzando, en los oídos se expande el silencio en tapones imaginarios. Yo prefiero llamarla unidad de relojería. En la unidad de relojería hay ingenieros suizos con batas blancas, y habitaciones que son máquinas del tiempo. En cada una de ellas hay visitantes de diferentes mundos paralelos. Tienen corazones que viven de acuerdo a su propio espacio temporal, y sus latidos, acelerados, lentos, cabalgantes o asincrónicos, miden el mundo a su ritmo, creando así un espacio visceral donde los colores se confunden y todo ocurre a deshora.
Si hubiese un sistema que permitiese escuchar por un altavoz los latidos de todos los pacientes al mismo tiempo, estoy convencida de que se oiría llover. Sería como una noche de lluvia en gotas gordas, chocando contra el hierro de los balcones. Aunque tengo una segunda teoría, porque quizá, solo quizá, sonase El invierno de Vivaldi. La culpa. Siempre se busca un culpable. La aguja tonta del segundero o el vaso derramado de vino. Coronarias estrechas, miocardios famélicos o válvulas viejas, que como las malas perdedoras, se retiran más tarde de lo que deberían.
A pesar de los fallos de fábrica, me encanta caminar despacio por la unidad de relojería, como de puntillas por el laberinto blanquecino que separa las granos de una granada. Sabiendo que detrás de cada puerta hay un agujero rojo y ácido de tiempo en el que perder el hilo del calendario.
Si hubiese un sistema que permitiese escuchar por un altavoz los latidos de todos los pacientes al mismo tiempo, estoy convencida de que se oiría llover. Sería como una noche de lluvia en gotas gordas, chocando contra el hierro de los balcones. Aunque tengo una segunda teoría, porque quizá, solo quizá, sonase El invierno de Vivaldi. La culpa. Siempre se busca un culpable. La aguja tonta del segundero o el vaso derramado de vino. Coronarias estrechas, miocardios famélicos o válvulas viejas, que como las malas perdedoras, se retiran más tarde de lo que deberían.
A pesar de los fallos de fábrica, me encanta caminar despacio por la unidad de relojería, como de puntillas por el laberinto blanquecino que separa las granos de una granada. Sabiendo que detrás de cada puerta hay un agujero rojo y ácido de tiempo en el que perder el hilo del calendario.
5 comentarios:
Me parece un relato conmovedor, de una calidad brutal, y además sin pretenderlo, es decir, sólo estás relatando un día en tu trabajo. Es increíble. Tienes tanto talento, me gusta tanto cruzar en rojo de vez en cuando... felicidades.
De pequeño, me daba miedo sentir los latidos de mi corazón en la almohada, porque pensaba que en cualquier momento dejaría de latir, y eso era morirse, el silencio del corazón es la muerte...
Uff, tantísimos años paseándome por la "unidad coronaria..."
Abrazos (desde escondite).-
A partir de ahora, cada vez que pase por este pasillo trataré de oir llover...magnífica entrada!!!
preciosa la imagen de la lluvia al ritmo de un puñado de corazones rotos... gracias !!
Precioso relato...
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