Corría. Se podría
decir que se pasaba la vida corriendo, corriéndose. De un lado para otro. Como
esos animales que buscan en la velocidad la libertad, mientras les brilla el
pelo, despeinado por el aire, y entonces sus músculos, duros como piedras, se
deslizan ágiles y engranados, como suizos puntuales.
A mi me encantaba
mirarlo. Siempre a la misma hora me asomaba a la ventana y veía cómo se
escapaba del mundo y cómo volvía a él cuarenta o cincuenta minutos después
impregnado de sudor espacial.
Un par de
asteroides en los bolsillos, un trago de la vía láctea y de paso bajaba de dos
o tres árboles a dos o tres gatos a los que les engañó la vista.
Nadie en el
vecindario sabía que era un superhéroe. Pero quien puede imaginar que
hoy en día visten más de decahtlon que de capa y cabina.
Luego estaba lo
de su trabajo tapadera, los ojos verde eléctrico y la paz en la ciudad: morían
tres asesinos a la semana y dejaban sin blanca a diez políticos al día.
El día que
desmanteló mi red de tráfico de drogas era plena primavera. Mi distribuidor me había
mandado quinientos kilos de la más pura desde Bangkok. Llevaba dos años y medio
preparando el movimiento y poniéndome en contacto con pequeños vendedores. Durante la entrega, en el puerto, salió un rayo verde de sus ojos y la explosión fue
tal, que una nube blanca y plateada flotó por el cielo de toda la ciudad. Supongo
que me habría matado después de no ser por el efecto de la droga en su
organismo celestial. Un millón y medio de habitantes estuvo tres días haciendo el amor por
todas partes, allí donde la nube les había encontrado. Desperdigados como
virutas de chocolate y felices como los niños que se las comen. Al tercer día
estaba tan manchado de mí que no pudo matarme. Pasamos el mono desnudos en
una bañera gigante en el centro de Manhattan, mordiendo manzanas y planeando cómo
salvar el mundo otra vez.
Felicidades, superhéroe...