Porque hay a quien le gusta el olor reciente de un café cortado. Porque hay quien grita "touché!" cuando se encuentra una mirada diferente. Porque cruzar en rojo da la vida y con los ojos cerrados se llega antes a ese otro lado adictivo, furtivo y agridulce. Porque las entrelineas guardan los secretos y ayudan a imaginar. Bienvenidos, pasen y lean...

24 noviembre 2010

No hay parking en el cielo, ni hay ascensor

Todos los elefantes estaban muertos. Absolutamente todos. Abrías los ojos como si quisieras enseñarle el cerebro al mundo. Proyectando axones neuronales a tu alrededor que parecían patas de araña. Como cuando yo me pongo rimel. Querías hacerles el boca a boca. Es curioso cómo en estas situaciones no te preguntas qué coño hacen cincuenta elefantes en tu casa. Cómo han llegado allí. Cómo han entrado por la puerta. Simplemente esas neuronas que te salían por los ojos se ponen a dar vueltas en el circuito eléctrico de la muerte de marfil. Olía a una mezcla se sexo y azufre. O eso te parecía a ti. Porque el azufre no lo frecuentabas demasiado, y el sexo... El sexo, antes, creías mezclarlo con amor. Es como las copas me decías. A veces pedir el licor y el refresco por separado merece la pena. Con tu propia mezcla te ahorras los céntimos justos para la huída en taxi del final de la noche. Y aunque no me lo dices se que sigues preguntándote dónde se compra el amor.
Sacarlos. Tenías que sacarlos de allí. Empezaste a sudar por todos los poros de tu piel. Miles de microgotas de agua daban una dimensión adicional a tu cuerpo. Parecía que te movías en más direcciones de las existentes. Cogiste las llaves y bajaste. Recordabas que el portero tenía un hacha. Alguna vez la habías visto en sus manos. Con una patada rompiste la cerradura del cuarto de contadores y la buscaste. Parecías un trastornado de una película americana. Con la camisa de cuadros completamente sudada y con un hacha made in Elm Street.
Volviste a casa y empezaste a descuartizar elefantes. Uno detrás de otro. Muy poco a poco. Te preguntabas por qué tenían la piel tan jodidamente dura. Y la sangre tan espesa. Tú, que eras de esos pocos hombres que saben cuidar el parqué, ni siquiera te fijabas en el río se sangre que discurría entre los cordones de tus zapatillas y el suelo.
Siete días después habías terminado. Habías perdido doce kilos de peso y el volumen de tus brazos se había multiplicado por uno y medio.
Compraste cientos de bolsas de basura y en un par de días más todo volvió a estar limpio.
Nunca hablaste de ello, pero yo aun puedo ver por tus ojos un mar de circunvoluciones.
Un hábitat lejano en el que todo es perfecto.




09 septiembre 2010


Si se acaba la gasolina, me muero.



23 agosto 2010

Los mosquitos de Shanghái

Hay una especie de mosquitos que viene a morir a mis bombillas. Sus pequeñas alas dejan de moverse y dibujan tirabuzones en el aire antes de estrellarse en el parqué. Me recuerdan a esos primeros aviones rusos. Me pregunto qué hubiera pasado si el Ilya Muromets hubiera venido a morir a mi lámpara de araña.
Mi suelo no tiene nada que envidiar a un cementerio, a una alfombra negra y crujiente. A un festín tercermundista. Absolutamente nada.
Siempre imagino su largo viaje de muerte. Batir las alas en el Índico, después de haber estado horas pegados a las lámparas de papel de los burdeles chinos, de haber atravesado el vaho que deja el sudor de las prostitutas sedosas de Shanghái perfectamente vestidas de ácidos colores y zapatos pequeños. Muy pequeños. Supongo que solo los animales que lo han visto todo tienen la capacidad de elegir el momento de morir sin ápice de miedo. Y el lugar.
A veces me dan pena, y entonces me visto y bailo como esas prostitutas de porcelana, para que los últimos segundos en el techo hagan el boca a boca al resto de las especies, y se sientan como en casa.

09 agosto 2010

PAC-MAN

Te mueves como un puto pez de circo por calles oscuras. Uno de esos mojados y rápidos, que en el número final del espectáculo dejan al aforo boca-abierta y las focas aplaudiendo encima de sus graciosas pelotitas, los payasos muertos de envidia y el domador de leones, los leones, el equilibrista en salto mortal aplaudiendo también, palomitas por el suelo, los dulces de colores, elefantes, las siamesas japonesas retorcidas, la barbuda, el gigante y el enano y los cocodrilos y los niños. Los niños no quitándote ojo en el final de tu número final, en el que te ganas a pulso un par de filetitos de pescado fino como premio, ya sabes, el reflejo condicionado, Pavlov hablando en ruso, la saliva...
Y no solo te deslizas, angosto y boquiabierto, además te tragas todas las luces amarillas. El terror de las farolas de Elm Street y de todo aquello que genera energía lumínica, nuclear, potable. Y vuelves al circo a enseñar lo aprendido mientras tu estómago se llena de cristales masticados de bombilla y los dosmilquinientos ojos en pie a 360º (no se ya si centígrados también) vuelven a hacer piruetas y aplauden y ríen y lloran y gritan y otros dos trocitos de pescado caro para el pez, por favor.

Pobres fantasmas de colores. Creo que no saben lo que son y te persiguen como medusas y se creen peligrosos porque ignoran que tienes los bolsillos llenos de mi, y que te da igual consumirme en moneda pequeña. Y yo siempre te digo que me caces uno. Que yo lo cuido y que prometo no ponerle esa ropita ridícula de perro. Y siempre me dices que no, que va a ser imposible levantarme a las 7 de la mañana para que los saque a pasear por calles negras los días de diario.

Pero te lo advierto, ni aunque te gastes todos los ahorros de vida tras vida en el siguiente insert coin, amor, no me voy a cansar de ver al rey del barrio llenándose la boca de frutitas rojas. Además, el lanzador de cuchillos tiene acorralado al dueño delgaducho del local. Hoy aquí no se cierra hasta que las vidas extras nos salgan por las venas.


*Nota a tus pies:

El nombre original de Pacman es "Paku-Paku", que en japonés significa comer. Al llegar a Estados Unidos cambiaron el nombre del juego, debido a las similitudes entre las palabras "Puck" y "Fuck".


El mejor jugador del mundo Fue Billy Mitchel que hace más de 20 años consiguió una puntuación de 3.333.360 puntos llegando al nivel 255 (penúltimo nivel) con la primera vida. A partir del nivel 18 los fantasmas no se vuelven azules.

Hay 256 niveles.
Adelante, valiente...


15 junio 2010

Bubble gum

Tenía quistes. Quistes por todo el cuerpo. Por dentro, claro. Poliquistosis familiar le habían dicho. Sus padres estaban muertos y lo único que le habían dejado eran un par de deudas que le hacían trabajar como un cabrón de sol a sol. Y quistes. Muchos quistes.
Si mirabas una radiografía, de cualquier parte de su cuerpo no veías más que burbujas. Parecía que un niño muy muy pequeño, diminuto, se había colado por una de sus fosas nasales con un botecito de esos llenos de Fairy, y se había puesto a soplar y a soplar. Esferas de diferentes tamaños, como puños, como ojos, como cabezas de alfiler, de paredes finas y nítidas e interior transparente.
A ella le encantaba lamerle los dedos, los labios, el cuello, el sexo, la punta de la nariz. Le quería a rabiar. A morir. A matar.
Dónde coño le iba a caber a él tanto amor, si no estuviese lleno de cajones de carne.

Todos los días, de sol a sol, le daba las gracias a sus padres.

26 abril 2010

Pseudoestío o falso verano

Los termómetros a finales de abril se suben la cremallera como si fueran putas inversas.
Y nadie sabe que los recién nacidos, los borrachos y los viejos son canditatos número del uno al tres para ganar una hipotermia cuatro estrellas. Los niños por niños, los viejos por viejos y los borrachos porque no saben que el alcohol les provoca una vasodilatación cutánea que deja escapar todo el calor de su núcleo de lava. El papel de fumar de su etílica piel separa su sangre de una muerte polar. Pero ellos no lo saben. No saben nada de termodinámica ni de putas inversas. Los niños por niños, los viejos por viejos y los borrachos, ya sabes.

A finales de abril hace demasiado calor en los verdes cementerios.

09 marzo 2010

Tú y el circo

Todos los colores. Absolutamente todos. Me lo dijiste al oído un día en tu trastero. Me decías que cielo, que pez payaso, que el corazón de la sandía, que los lunes de trapo (de trapo de colores, claro), que la sangre del cordero, que algas en los ojos, que verde cocodrilo y amarillo accidente reflectante. Tenías las pupilas como platos de niño de siete y un tesoro en forma de televisor. Yo sonreía y te abrazaba y no se si por la caja tonta, en la que los señores de Elbe habían metido el circo entero, y con él tus ganas de equilibrios, cuerda floja, y tragar fuego a los leones o porque cuando te abrazaba después el ruido, y después mojados, y después la falda en el suelo a modo de cadáver con tiza de contorno. Y el secreto. Me encantan los secretos de manos pegajosas y columpio y tierra en los zapatos. Y nunca le voy a decir a nadie lo del superhéroe. Te lo prometo. Ni lo de los enanos y gigantes del trastero. Al fin y al cabo terminé contándote también lo de la sangre.
A veces cuando sales de un sitio y miras a tu alrededor todo es diferente, aunque hayan sido unos minutos o no haya luz o huela a gasolina. Sobre todo si huele a gasolina. Luego te lo cuentan todo sin palabras y te das cuenta de que llevan año y medio saliéndote arcoiris por lo ojos.

17 febrero 2010

LA UNIDAD CORONARIA

La unidad coronaria está en el ala oeste. Hay que atravesar un pasillo muy largo en el que cada paso te aleja un poco más del mundo interno y sonoro de las sillas de ruedas, los plásticos de los caramelos de las visitas y las agujas que caen al suelo. Sólo ciertos animales desérticos son capaces de apreciar todos los matices cilíndricos, metálicos y diminutos de esos monstruos huecos que hacen llorar a los niños. El suelo no está acolchado, pero lo parece. Porque a medida que vas avanzando, en los oídos se expande el silencio en tapones imaginarios. Yo prefiero llamarla unidad de relojería. En la unidad de relojería hay ingenieros suizos con batas blancas, y habitaciones que son máquinas del tiempo. En cada una de ellas hay visitantes de diferentes mundos paralelos. Tienen corazones que viven de acuerdo a su propio espacio temporal, y sus latidos, acelerados, lentos, cabalgantes o asincrónicos, miden el mundo a su ritmo, creando así un espacio visceral donde los colores se confunden y todo ocurre a deshora.
Si hubiese un sistema que permitiese escuchar por un altavoz los latidos de todos los pacientes al mismo tiempo, estoy convencida de que se oiría llover. Sería como una noche de lluvia en gotas gordas, chocando contra el hierro de los balcones. Aunque tengo una segunda teoría, porque quizá, solo quizá, sonase El invierno de Vivaldi. La culpa. Siempre se busca un culpable. La aguja tonta del segundero o el vaso derramado de vino. Coronarias estrechas, miocardios famélicos o válvulas viejas, que como las malas perdedoras, se retiran más tarde de lo que deberían.
A pesar de los fallos de fábrica, me encanta caminar despacio por la unidad de relojería, como de puntillas por el laberinto blanquecino que separa las granos de una granada. Sabiendo que detrás de cada puerta hay un agujero rojo y ácido de tiempo en el que perder el hilo del calendario.