Abres los ojos lentamente. Observas cómo el humo del incienso se dispersa, y trepa por el aire hasta llegar al techo, donde muere dibujando ondas translúcidas que desaparecen. Deben ser más de las cuatro de la mañana en el mundo de los vivos.
Las paredes del salón se visten de puta con los tonos anaranjados que brotan de la lámpara medio rota del suelo. Agradeces respirar en la penumbra. Notas cómo la tela arrugada del sofá ha dejado marcas en tu cuello y tocas con las yemas de los dedos las carreteras que se desvían hacia tu nuca, enredadas entre los mechones de tu pelo. La brisa del puerto se cuela por las rendijas, densa, caliente, húmeda, como una manta de piel ajena y mojada. Sigues tumbada, con los ojos entreabiertos. En la mesa de madera hay hierba y un mechero. Él está dormido, a tu lado. Intentas recordar de qué hablaba cuando cerraste los ojos. De Buenos Aires, de Madrid, de los charcos. Respira profundo y ves el movimiento armónico de su pecho. Te levantas sin hacer ruido y caminas descalza. La música sigue sonando muy suave. Hay un chico dormido en el otro sofá y un par de cervezas en el suelo. Tiene el pelo rubio. Sus rastas cuelgan sobre reposabrazos y abraza un cojín verde con dibujos mayas.
Notas algo húmedo en el tobillo y te giras. Es Versus. Te mira con sus ojos redondos y sus orejas largas. Tiene la lengua fuera y jadea. Caminas hacia la cocina notando el frío de las baldosas en la planta de los pies. Versus te sigue, moviendo su cola marrón con el sigilo de un gato maleducado. Llenas de agua un cuenco de metal y lo dejas en el suelo con cuidado. El sonido del choque de la lengua con la superficie del agua rebota en las paredes del patio. Te cruzas con una mujer que camina desnuda hacia otra habitación, te sonríe y desaparece en la penumbra. Vuelves al salón y te detienes en el marco de la puerta. Hay un hombre en la ventana. Tiene el pelo gris y los ojos azul turquesa. Su barba algo más que recién nacida desafía la ley de las cuchillas bajo el labio inferior. No sabes calcular su edad. Cincuenta, quizá. Te mira fijamente mientras da una calada al cigarrillo. Una calada que parece atravesarle los pulmones llegando a la popa de su alma. Te hace un gesto con la mano. Te acercas y te apoyas en la ventana junto a él. Mientras te lías el último rebuscas en tu pozo de neuronas intentando recordar dónde has visto antes sus ojos hábiles y vidriosos. No lo recuerdas. Te da fuego.
-¿ Cuantos pedazos de piel te quedan? – te pregunta con un acento espeso y argentino mientras escupe una bocanada de humo que baila con la luna.
- Siete. – respondes, y te preguntas quién habla por tu boca cuando no quieres pensar.
- ¿Pecados?
- Castigos.
- Vos sos joven, quítate esos ojos antes de que te muerdan.- dice con voz seria.
Las paredes del salón se visten de puta con los tonos anaranjados que brotan de la lámpara medio rota del suelo. Agradeces respirar en la penumbra. Notas cómo la tela arrugada del sofá ha dejado marcas en tu cuello y tocas con las yemas de los dedos las carreteras que se desvían hacia tu nuca, enredadas entre los mechones de tu pelo. La brisa del puerto se cuela por las rendijas, densa, caliente, húmeda, como una manta de piel ajena y mojada. Sigues tumbada, con los ojos entreabiertos. En la mesa de madera hay hierba y un mechero. Él está dormido, a tu lado. Intentas recordar de qué hablaba cuando cerraste los ojos. De Buenos Aires, de Madrid, de los charcos. Respira profundo y ves el movimiento armónico de su pecho. Te levantas sin hacer ruido y caminas descalza. La música sigue sonando muy suave. Hay un chico dormido en el otro sofá y un par de cervezas en el suelo. Tiene el pelo rubio. Sus rastas cuelgan sobre reposabrazos y abraza un cojín verde con dibujos mayas.
Notas algo húmedo en el tobillo y te giras. Es Versus. Te mira con sus ojos redondos y sus orejas largas. Tiene la lengua fuera y jadea. Caminas hacia la cocina notando el frío de las baldosas en la planta de los pies. Versus te sigue, moviendo su cola marrón con el sigilo de un gato maleducado. Llenas de agua un cuenco de metal y lo dejas en el suelo con cuidado. El sonido del choque de la lengua con la superficie del agua rebota en las paredes del patio. Te cruzas con una mujer que camina desnuda hacia otra habitación, te sonríe y desaparece en la penumbra. Vuelves al salón y te detienes en el marco de la puerta. Hay un hombre en la ventana. Tiene el pelo gris y los ojos azul turquesa. Su barba algo más que recién nacida desafía la ley de las cuchillas bajo el labio inferior. No sabes calcular su edad. Cincuenta, quizá. Te mira fijamente mientras da una calada al cigarrillo. Una calada que parece atravesarle los pulmones llegando a la popa de su alma. Te hace un gesto con la mano. Te acercas y te apoyas en la ventana junto a él. Mientras te lías el último rebuscas en tu pozo de neuronas intentando recordar dónde has visto antes sus ojos hábiles y vidriosos. No lo recuerdas. Te da fuego.
-¿ Cuantos pedazos de piel te quedan? – te pregunta con un acento espeso y argentino mientras escupe una bocanada de humo que baila con la luna.
- Siete. – respondes, y te preguntas quién habla por tu boca cuando no quieres pensar.
- ¿Pecados?
- Castigos.
- Vos sos joven, quítate esos ojos antes de que te muerdan.- dice con voz seria.
El silencio se condensa en un par de minutos. Sólo se escuchan olas, jazz y respiración.
- ¿Crees que el diablo fuma?- le preguntas mirando al infinito.
- No...No le deja su mamá.- y sonríe con la garganta como quien guarda la boca en un túnel.
Tiras la colilla y echas el humo, dibujando un incendio apagado con la boca. Te pones las sandalias y la ropa y te diriges hacia la puerta. Antes de salir una mano te toca el hombro. Te das la vuelta y son sus ojos viejos.
- Discúlpame, ayer vos lloraste por mi culpa.
Y recuerdas su cara. Sus dedos en la guitarra. El saxo. Los bongos. Y flotando en la terraza de aquel café del puerto, su voz, que decía:
- ¿Crees que el diablo fuma?- le preguntas mirando al infinito.
- No...No le deja su mamá.- y sonríe con la garganta como quien guarda la boca en un túnel.
Tiras la colilla y echas el humo, dibujando un incendio apagado con la boca. Te pones las sandalias y la ropa y te diriges hacia la puerta. Antes de salir una mano te toca el hombro. Te das la vuelta y son sus ojos viejos.
- Discúlpame, ayer vos lloraste por mi culpa.
Y recuerdas su cara. Sus dedos en la guitarra. El saxo. Los bongos. Y flotando en la terraza de aquel café del puerto, su voz, que decía:
“Más y menos,
y en el otro extremo
de esa línea, estás tú
mi tormento
mi fabuloso complemento...”
y en el otro extremo
de esa línea, estás tú
mi tormento
mi fabuloso complemento...”
Le sonríes algo ácidamente y cierras la puerta tras tu espalda. Bajas las escaleras de un tercer piso sin ascensor con vistas ruinosas a un mar ruinoso y caminas sin rumbo mirando al faro rojo de Ayamonte. Cantando con voz suave y lengua agria:
.
“Dulce magnetismo:
dos cargas opuestas
buscando lo mismo...."
dos cargas opuestas
buscando lo mismo...."
Mientras unos ojos vidriosos te hacen los coros desde una ventana.