La Vega respira en el pulmón del Cañón del Colorado mientras descienden en mi lengua, cermeña, los adoquines de piedra de la calle Corredera. Y el servicio secreto me comenta, que en la zeta, Santa Clara y sus cafés-escaparate se disfrazan de Dublín al son de las flexiones inspiratorias del esqueleto de un viejo acordeón, rojo y ajado.
Como antes yo.
Como otro mundo en un cajón civilizado.
Y los suicidas, esos locos que viven en Suiza.
Mientras, las púas de un erizo que se volatiliza, quedan a las dos para hacer el amor en el centro de la tierra. Y dormirte el alma nunca fue, del todo, mala condena.
En la radio, advierten del peligro de unos dedos bajo un vestido negro, a plena luz del día, en un monumento de piedra amarilla. Guante blanco y aliento blando si el tiempo nos da una tregua. O si a mi me da la gana.
A ciento veinte de peor convencional, en un baño de baches que remueven las ganas de follarte con amor. O de amarte sin follarte.
Y el polvo amontonado sobre las aspas del ventilador nos recuerda el cambio de itinerario del sol y sus siervos. Y la señal de obligación de escaparse del mundo, siguiendo a galope a uno de esos ciervos, que cruzan en el rojo del asfalto el verde de la hierba.
Y con este van siete dedos de ron y otros siete de limón. Un puñado de hielo picado con las muelas contra el suelo, en honor al dios del Iceberg. Azúcar moreno en el fondo de mi fondo y disuelto en el rubor disimulado del borde altivo de un vaso afilado.
Y la hoja de hierbabuena, copiándote el olor, un nuevo vicio, o una nueva religión.
Como antes yo.
Como otro mundo en un cajón civilizado.
Y los suicidas, esos locos que viven en Suiza.
Mientras, las púas de un erizo que se volatiliza, quedan a las dos para hacer el amor en el centro de la tierra. Y dormirte el alma nunca fue, del todo, mala condena.
En la radio, advierten del peligro de unos dedos bajo un vestido negro, a plena luz del día, en un monumento de piedra amarilla. Guante blanco y aliento blando si el tiempo nos da una tregua. O si a mi me da la gana.
A ciento veinte de peor convencional, en un baño de baches que remueven las ganas de follarte con amor. O de amarte sin follarte.
Y el polvo amontonado sobre las aspas del ventilador nos recuerda el cambio de itinerario del sol y sus siervos. Y la señal de obligación de escaparse del mundo, siguiendo a galope a uno de esos ciervos, que cruzan en el rojo del asfalto el verde de la hierba.
Y con este van siete dedos de ron y otros siete de limón. Un puñado de hielo picado con las muelas contra el suelo, en honor al dios del Iceberg. Azúcar moreno en el fondo de mi fondo y disuelto en el rubor disimulado del borde altivo de un vaso afilado.
Y la hoja de hierbabuena, copiándote el olor, un nuevo vicio, o una nueva religión.