No recuerdo cómo he llegado aquí. Lo último que bebí fue un trago de té americano y ahora estoy desnuda y me tiemblan las manos. Tirada, mirando la bóveda del techo. Desnuda. Y no recuerdo cómo he llegado aquí ni cuantas horas han pasado.
La moqueta húmeda del suelo, húmeda como las manos tristes de una madre, me enrojece la piel de la espalda. Me arrodillo. La cabeza entre las piernas. El desnudo balanceo no es salida de emergencia. La entrada emergente a la salida. Salirme de la entrada sumergida. Deliro. Grito. Deliro. Y caminar vestida de piel propia nunca fue del todo un problema. Me incorporo. Me incorporo tocando con las yemas de los dedos la pared empapelada de este lugar sin ventanas. Con pequeños ojos de buey que riegan con luz carmesí y máximos caudales el completo de la estancia. Y sin ventanas.
Camino. Entro. Desemboco. Salgo. Boca a boca. Deliro.
Hay cuatro habitaciones separadas por tabiques, comunicados dos a dos. No se cómo he llegado aquí. ¡No se cómo coño he llegado aquí!
Los gritos se convierten en eco cuando chupan el esqueleto a las bóvedas del techo. He marcado con números y uñas el marco de las puertas para no volverme loca. Loca. Loca. ¿Por qué estoy desnuda?
Las habitaciones noreste y noroeste tienen curvas las esquinas, y no se comunican. La sureste y suroeste forman dos triángulos de suelo y se visten de gruesas paredes. No sé. No sé cómo he llegado aquí. Y la luz sigue siendo carmesí, cálida, como la lengua del infierno. Y ya no me importa poner de bandera a la aorta en el escalón máximo de la falta de vergüenza. Y camino. Y miro y sigo. Y digo. Y no. Y pienso y deliro. Y abro cajones al noreste llenos de champagne, donde nadan cientos de caballos negros de mar hablando de burbujas. Miles de mapas de carretera esparcidos por el suelo del sureste, el papel de fumar de las paredes, llenas de historias para no dormir y verse, periódicos universitarios esparcidos por varias de las grietas de los meses. Armarios al noroeste con miles de corbatas, suaves como manos de pianistas neonatales. Y yo, no sé cómo, temblando, he llegado aquí. Y vuelvo a la noroeste, que me lleva a la suroeste donde hay, en el centro, una mesa de roble con un sobre cerrado con lacre y una vela a medias consumida. Y la inexistencia de huellas en la roja y húmeda moqueta. Hay restos de fruta y un sobre sobre la mesa, y ponga dentro lo que ponga, escúchame bien, ponga dentro lo que ponga, no sé cómo he llegado aquí, pero vas a tener que latir jodidamente fuerte para que saque mi cuerpo del tuyo.
La moqueta húmeda del suelo, húmeda como las manos tristes de una madre, me enrojece la piel de la espalda. Me arrodillo. La cabeza entre las piernas. El desnudo balanceo no es salida de emergencia. La entrada emergente a la salida. Salirme de la entrada sumergida. Deliro. Grito. Deliro. Y caminar vestida de piel propia nunca fue del todo un problema. Me incorporo. Me incorporo tocando con las yemas de los dedos la pared empapelada de este lugar sin ventanas. Con pequeños ojos de buey que riegan con luz carmesí y máximos caudales el completo de la estancia. Y sin ventanas.
Camino. Entro. Desemboco. Salgo. Boca a boca. Deliro.
Hay cuatro habitaciones separadas por tabiques, comunicados dos a dos. No se cómo he llegado aquí. ¡No se cómo coño he llegado aquí!
Los gritos se convierten en eco cuando chupan el esqueleto a las bóvedas del techo. He marcado con números y uñas el marco de las puertas para no volverme loca. Loca. Loca. ¿Por qué estoy desnuda?
Las habitaciones noreste y noroeste tienen curvas las esquinas, y no se comunican. La sureste y suroeste forman dos triángulos de suelo y se visten de gruesas paredes. No sé. No sé cómo he llegado aquí. Y la luz sigue siendo carmesí, cálida, como la lengua del infierno. Y ya no me importa poner de bandera a la aorta en el escalón máximo de la falta de vergüenza. Y camino. Y miro y sigo. Y digo. Y no. Y pienso y deliro. Y abro cajones al noreste llenos de champagne, donde nadan cientos de caballos negros de mar hablando de burbujas. Miles de mapas de carretera esparcidos por el suelo del sureste, el papel de fumar de las paredes, llenas de historias para no dormir y verse, periódicos universitarios esparcidos por varias de las grietas de los meses. Armarios al noroeste con miles de corbatas, suaves como manos de pianistas neonatales. Y yo, no sé cómo, temblando, he llegado aquí. Y vuelvo a la noroeste, que me lleva a la suroeste donde hay, en el centro, una mesa de roble con un sobre cerrado con lacre y una vela a medias consumida. Y la inexistencia de huellas en la roja y húmeda moqueta. Hay restos de fruta y un sobre sobre la mesa, y ponga dentro lo que ponga, escúchame bien, ponga dentro lo que ponga, no sé cómo he llegado aquí, pero vas a tener que latir jodidamente fuerte para que saque mi cuerpo del tuyo.
5 comentarios:
Hay dos frases que me han "empapado" el alma: "caminar vestida de piel propia" y "latir jodidamente fuerte para que saque mi cuerpo del tuyo".
Bárbara.
ey hola!
creo que te he llegado a leer algún dia en el Tribuna universitaria ;) así que me alegro de que me hayas encontrado por estos lares, ya me pasare por aki a ver que se cuece en este mundo rojo!
Te has unido a ese universo extraño y aterrador de las niñas perdidas.. una tal dorothy camino de oz y otra alicia rumbo a ninguna parte.. quizás, si sigues dando vueltas, acabes por encontrarlas.
Joder! no me esperaba el final. Genial.
Siempre es un placer leerte :)
que buen texto, como debe ser.
estare pasando
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