
Dicen que a veces, cuando cierras los ojos y los vuelves a abrir despiertas en un párpado de buey, colocado en la última pared de una casa verde, fundida y orientada en la parte asiática de la entraña de Turquía. Despiertas con el grito agudo de las mariposas posadas en la ventana, y el olor a fresa de la hierba recién cortada rajando el epitelio de tus fosas nasales. Un epitelio plano estratificado y no queratinizado, rajado con el cobre de la hoz de las frambuesas. Y aquí, en este lugar, situado en el justo y aristotélico exacto punto (medio) de los ojos entreabiertos y cerrados, entre sábanas color hueso bordadas a mano, por ancianas madres del resto del mundo, por ancianas falanges de los grumos de la tierra, por difuntos arañazos de las manos de los restos de los sueños. Allí despiertas con un hombre en la garganta, que hace equilibrios entre tus cuerdas vocales, especiando el vaivén del funambulismo con el caldo de tu sangre, soplando del cuenco de sus ojos, cuadrando en sus cuadradas uñas el mapa de un par de escalofríos. Despiertas con el hombre de tu vida en la encrucijada aérea de la garganta, y cuando despiertas, coges con saña un abrecartas, cierras los ojos con la fuerza de las apisonadoras y lo introduces hasta el fondo de tu páncreas, porque al fin y al cabo quedan más de cuatro horas de vuelo.